La llegada del invierno

En el pasado los árboles desnudos de hojas y el cielo llorando gotas de lluvia le habrían comprimido el pecho, pero tras muchos años se había vuelto insensible y ya la llegada del invierno no le causaba angustia alguna, sino relajación, al abrir aquel cristal y encontrar todo lleno de nieve. Entonces asomaba la cabeza e inspiraba todo lo hondo que podía para que el invierno entrara a raudales por su nariz. Y al llegar la primavera su única aspiración era sobrevivir al calor para llegar al siguiente invierno y disfrutar, de nuevo, de la magia de la nieve.

Érase un relato

Érase un relato muy realto que de boca en boca fue transitando, desde el valle más vallado hasta la costa más costosa. Aquel relato cantaba sus cuentos y contaba sus cuentas como quien mezcla sus recuerdos con sus deudas, y sin embargo a todos dejaba embelesados con sus vivencias. No rimaba ni remaba, ni se iba por las ramas aquel relato de marras, que, concretar, no concretaba, mas todo el mundo lo escrutaba. Al cabo del tiempo ya caía pesado y acabaría en pesadilla, con un fiambre en la fiambrera y un listo en el listado de los más buscados.

Diversión elevada a infinito

―Esto engancha, tío.
―¿Qué?
―Que esto engancha ―dijo, mostrando el porro humeante.

Alrededor sólo había silencio, pero ellos flotaban ingrávidos en una espiral de ruido. Se hablaban a gritos, tratando de hacerse oír en medio de aquel escándalo que parecía crecer a cada segundo.

No recordaban dónde se celebraba la fiesta, ni a qué hora había empezado, ni si habían dejado a alguien atrás cuando decidieron elevar la diversión a infinito. Sólo reían a carcajada limpia.

El forense sintió lástima al ordenar el levantamiento de los dos cadáveres aplastados contra la acera. Pero ellos seguían riendo.

Una sonrisa

Cuando alzó la vista el color de las fachadas había mutado. Lo que antes era rojo quemado, ahora era verde vivo; lo que era ceniza rosada, azul eléctrico. Venció el seísmo de sus rodillas y empezó a andar hacia la ventana, y cuando llegó se asomó, luego de soportar el chirrido de las bisagras. No había humo, ni coches, ni asfalto; sólo una gran acera dominada por viandantes. De pronto se percató de que sus manos estaban pobladas de arrugas. Se volvió entonces hacia el temario de las oposiciones y creyó ver una sonrisa socarrona en una de sus páginas.

La mochila

Se puso la mochila a la espalda y emprendió el camino. Llevaba tres mudas, viandas suficientes para el trayecto y el poco dinero que le quedaba; esperaba que con eso pudiera afrontar los kilómetros que le separaban de la frontera. Ya en tierra prometida, más allá de las montañas, buscaría la forma de ganarse la vida, pero no iba a gastar ni un minuto más de su tiempo en aquel país, antes querido y ahora odiado.

Cruzó la frontera con los últimos tres céntimos que le quedaban. Los arrojó al suelo y se sacudió la tierra de los zapatos. «No hay equipaje más pesado que los recuerdos», pensó. Y, ya más ligero, siguió caminando hasta el cartel que anunciaba, en idioma extranjero, que había una vacante para limpiar los pozos negros del hostal. Y por fin sintió un soplo de aire fresco.

Cien

Uno, dos, tres… así hasta cien. Cien son los barrotes de la celda en la que me hallo encerrado. Ignoro cómo he llegado aquí. Tampoco se me ha ocurrido cómo escapar. Todo el esfuerzo lo dedico una y otra vez, una y otra vez, a contar estos barrotes. Cien. Ni uno más. Ni uno menos.

Uno, dos, tres… Si cuento cien, una nube de sosiego me envuelve en sus brazos, pero me zafo de inmediato para contar de nuevo. Si el recuento resulta inexacto, vuelvo al principio y cuento con desesperación.

Cien son los barrotes de esta celda. Cien, creo.

A magali, por enseñarme el mundo de los drabbles, obras literarias de exactamente cien palabras.

La espera

Contra el criterio de su marido, Avril decidió permanecer en el muelle, esperándolo. No entendía la cerrazón de su esposo Phillipe, que quería que volviera a casa y aguardara allí su regreso. Pronto la mirada triste de Avril se volvió felina. Se recostó en un banco y comenzó a mirar con descaro a los jóvenes marineros que rondaban el muelle.

Phillipe, desde la cubierta del barco, observaba a su mujer. Creyó, desdichado, que se había bajado de la baranda para regresar al hogar, pero pronto se dio cuenta de que algo andaba mal cuando vio todos aquellos hombres acercarse al lugar donde ella estaba asomada hacía un momento. Ni por un instante temió que Avril hubiera sufrido un vahído.

Ya eran demasiadas las veces que esa arpía había jugado con su inocencia. Lamentó no saber nadar para regresar a tierra firme y darle su merecido. Pero no; no habría sido buena idea: con sus artes seductoras probablemente lo habría convencido una vez más para que se sumara a la bacanal.

Phillipe suspiró. ¿Para qué luchar, si mientras él estaba en tierra la tenía siempre en sus brazos y cuando zarpaba ella alcanzaba sus máximas aspiraciones? Como si de un remedio magistral se tratara borró a Avril de su mente y se dirigió a los aposentos del capitán en busca de consuelo.

Tras el ocaso siempre viene otro amanecer

Un médico no deja de serlo nunca. Ni siquiera en el sepelio de su padre. Da igual que la vista se empañe, que los chistes se vistan de negro, que el hambre se llene de amargura.

No, un médico no deja de serlo nunca. Por eso, cuando oí los gritos desgarradores y se abrió la cascada bajo el vientre de aquella mujer corrí hacia ella, me arrodillé y tomé entre mis manos aquella cabeza que iluminó el pasillo del tanatorio. En ese momento me di cuenta de que tras el ocaso siempre viene otro amanecer.