Su perdón

Todo el tanatorio era un silencio lacrimoso. La congregación de asistentes al duelo era tan multitudinaria que las dos salas habilitadas y el pasillo central no daban abasto, por lo que el personal había tenido que retirar algunas mesas para que los presentes no estuvieran tan apretujados.

Pero yo seguía sentada en un lugar privilegiado. Me había agenciado un sillón desde el que podía mirar a mi nieto sin tener que girar el cuello, y a la vez estaba orientada a la puerta, de modo que también me permitía ver quién entraba en la sala.

Desde la primera visita hasta la última, todas las personas que entraban se quedaban petrificadas al enfocarme, compungían su gesto y me dedicaban unas pocas palabras con la voz quebrada y la sinceridad rebosando por sus comisuras. Incluso creo que trataban de consolarme más a mí que a mi nuera, supongo que por ser una vieja que ha visto la muerte rondar cada vez con más frecuencia. Creo que aún tengo los ojos de mi nuera clavados como puñales.
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