Tercer premio del concurso de relatos de ¡¡Ábrete Libro!!
La habitación era una sombra apenas interrumpida por unos pocos rayos del atardecer que se colaban por las rendijas de la persiana. Aquellos rastros lumínicos permitían adivinar las formas de algunos de los muebles que ocupaban la estancia: un escritorio de diseño victoriano, una estantería metálica, una pizarra con ruedas y un armario cerrado con un candado.
Oppenheimer solía aprovechar aquella penumbra para esconderse recostado en el sofá, lejos de los tenues rayos de sol. Solo se podía adivinar su presencia por el olor del humo que desprendía su pipa. La chupaba con los ojos cerrados mientras el resto de su cuerpo permanecía inerte, hasta casi parecer que no respiraba.
La primera vez que se tumbó en aquel sofá lo hizo para calmar un dolor de cabeza que sentía como cristales incrustados en su cráneo. A partir de entonces tomó la costumbre de finalizar su jornada fumando en la oscuridad.
A medida que las kilométricas ecuaciones del Proyecto Manhattan iban resolviéndose con éxito y los cálculos demostraban que el desarrollo era viable, los dolores de cabeza fueron dando paso a los dilemas morales. Entre volutas de tabaco quemado se preguntaba si la bomba debía detonarse sobre una zona industrial previamente evacuada o ser probada con la población civil.
Como científico había abrazado, envuelto en mil dudas, la oportunidad de estudiar los efectos de la radiación sobre una amplia muestra de individuos sin que los comités de Ética de las universidades tuvieran la oportunidad de cumplir con su cometido.
Como ser humano le intimidaba el ejercicio de intentar imaginar el sufrimiento de las víctimas bajo aquella explosión de forma desconocida.
Y, en el medio de ambas perspectivas, estaba él.
El día en que los cálculos estimaron con razonable fiabilidad que toda persona en un radio de entre trescientos y quinientos metros del centro de la explosión moriría de forma instantánea, sus preocupaciones se centraron en los heridos: ¿Tendrían secuelas? ¿Cuánto durarían? ¿Cuántos de ellos sobrevivirían? ¿Durante cuánto tiempo? ¿Qué distancia del epicentro se podría considerar segura? Y, de cuando en cuando, una pregunta diferente se asomaba entre las volutas de su pipa: ¿Qué legitimidad tenemos para siquiera plantearnos estas cuestiones?
Tras semanas de reflexiones que acababan en un callejón sin salida encontró la respuesta al último interrogante: la legitimidad se hallaba en el método científico ¿De qué serviría desarrollar las teorías, poner en marcha experimentos y desarrollar el dispositivo atómico si no se podía verificar la utilidad del esfuerzo invertido?
—No soy yo, sino la ciencia, quien ha tomado la decisión última —musitó.
Luego de meditar unos minutos sobre su última conclusión, y al darse cuenta de que no había iniciado ninguna diatriba contra sí mismo, dio una última calada, exhaló una nube de humo lechoso con lentitud, apagó su pipa y se preparó para regresar a su residencia.
***
Oppenheimer entró en el barracón donde se ubicaba su oficina. Taconeó con decisión para deshacerse de la arena acumulada en las suelas de sus zapatos y se dirigió a su oficina.
Nada más entrar colgó a tientas el sombrero de ala ancha en el perchero y subió la persiana, lo que le obligó a entornar los ojos hasta acostumbrarse a la fuerte iluminación de aquella mañana de junio. Sobre la mesa encontró el correo. Esta vez solo eran dos documentos, en sobres abiertos, de acuerdo con el protocolo. Siempre pedía al encargado de correos, un muchacho rubio con uniforme de militar y que se cuadraba ante todo el mundo, que se los entregara por estricto orden de lectura. No tenía motivos para pensar que esta vez fuera a ser diferente, así que se sentó en la silla, los tomó y fue a ojear el primero de ellos, pero escuchó un crujido bajo sus caderas. Se sintió ingrávido por un instante antes de que una punzada en el coxis se convirtiera en un dolor metálico que le recorrería la columna antes de intensificarse bajo sus riñones.
Intentó gritar, pero su garganta solo profirió un breve aliento mudo. Prácticamente hacían más ruido sus lágrimas intentando brotar de sus ojos.
Cuando logró recomponerse comprobó que las patas de la silla se habían abierto, provocando que la estructura colapsara. Miró a su izquierda y vio en el suelo los dos documentos pendientes de leer. Aún con una punzada en la rabadilla se acercó gateando y los tomó. Ambos tenían la misma fecha en el matasellos, así que no le quedó más remedio que leer uno de ellos al azar.
Era una carta firmada por un buen número de científicos y en la que el químico Ernest Lawrence, su más directo colaborador, parecía erigirse en portavoz. El texto, de cuatro páginas grapadas, aludía a unos imprecisos deberes morales y a un cargo de conciencia del que Oppenheimer no se sentía partícipe. Pero le llamó la atención uno de los párrafos:
«Si acaso todo lo anterior no fuera un argumento con suficiente peso, apelo a lo que me queda, que es nuestra amistad. La relación que hemos ido forjando durante estos años al calor de los trabajos en el Proyecto Manhattan basta para que nos conozcamos. Querido Robert: tú, yo y los demás científicos sabemos que ni eres la clase de persona que lanzaría la bomba ni quieres que esa idea te persiga el resto de tu vida.»
No siguió leyendo. Arrugó el documento en su mano y lo lanzó con rabia contra la pared, fantaseando con que esa bola de papel fuera en realidad la cabeza de Lawrence.
—¿Chantajes emocionales? ¿A eso has tenido que recurrir, Ernest? —bramó entre otras frases ininteligibles—. ¡Pues muchas gracias! Me has disipado las pocas dudas que me quedaban.
Miró una vez más la carta arrugada en el suelo, se imaginó un gran charco de sangre manando de su hipotético cuello y sonrió. Se llevó una mano a la espalda para masajearse la zona dolorida y tomó el otro documento.
Era otra carta, esta vez con el General Leslie R. Groves, director del proyecto Manhattan, como remitente. Al leerla, descubrió que su contenido era tan escueto como conciso:
«Sr. Oppenheimer:
He sido informado de que una parte de los científicos del Proyecto están dispuestos a boicotear el lanzamiento de la bomba sobre la población. Haga lo que esté en su mano para detener cualquiera de esos intentos. Es una orden.
Atentamente.
General Groves.»
Aquella misiva también voló, echa una bola de papel aún más arrugada que la otra, y chocó con la primera antes de tocar el suelo.
—¿Acaso no confías en mí, Groves? —gritó a gatas mientras miraba al pasillo—. ¿Por qué demonios te pareció buena idea gastar papel y aporrear tu máquina de escribir para darme una orden tan obvia?
Ya se estaba poniendo en pie cuando se percató de que había varios militares y científicos asomados, mirándole desde el corredor. Oppenheimer carraspeó, tomó su sombrero y, antes de ponérselo, se enjugó con la manga dos gotas de sudor que habían empezado a caer por su frente.
—¡Dejen paso, malditos mirones! Algunos tenemos que trabajar —dijo mientras salía de su despacho a toda prisa.
Al salir del barracón se abrió el botón superior de la camisa, volvió a enjugarse el sudor de la frente y se dirigió a su Oldsmobile 70 de 1941.
Veinte minutos después estaba en la sala de observación del laboratorio de ensayos. Dentro, dos operarios colocaban una semiesfera metálica encima de otra, como si armaran un balón, que ocultaba dentro una pelota más pequeña de color plomizo. Tras el cristal, Oppenheimer miraba con atención sin perder detalle. Su respiración se aceleró, sus ojos se humedecieron y sus pómulos se tensaron, tal como hicieron la primera vez que fue testigo de esta operación.
A su derecha, un científico vigilaba un panel lleno de indicadores de agujas. Sin dejar de observar a los operarios, se acercó a él.
—¿Qué criticidad estamos buscando con este experimento?
—Ocho kilogramos. Es plutonio —contestó el científico, para justificar el valor tan bajo.
Oppenheimer no estaba impresionado. Sabía que los modelos teóricos preveían que la criticidad del plutonio pudiera bajar de los seis kilogramos, aunque ocho ya era un valor aceptable en la práctica.
—Ocho kilogramos estaría bien. ¿Han conseguido que el sistema de implosión funcione de forma sincronizada?
No contestó. En ese una de las agujas se había desplazado hacia el extremo derecho y golpeaba enloquecida el final del indicador. Oppenheimer comprobó, complacido, como el científico había aporreado el botón de emergencia, haciendo sonar una alarma en el laboratorio, tal como marcaba el protocolo. Al instante, los dos operarios separaron con violencia las dos semiesferas y salieron corriendo del lugar.
El científico miró a Oppenheimer. Tenía los ojos fuera de sus órbitas y respiraba entrecortadamente.
—Es… es la tercera vez hoy —dijo con un hilo de voz.
Oppenheimer, aún con el gesto imperturbable, se fijó en que la aguja había regresado al cero, y oprimió el botón para detener la alarma, mientras el científico se tiraba del cuello de la camisa.
—¡Robert! Al fin te encuentro. —La voz alteró a Oppenheimer, que se tensó al percatarse de que se trataba de Lawrence—. En Cálculos me han dicho que podía encontrarte aquí. ¿Has leído la carta?
—Sí —contestó, lacónico, sin mirarlo. Fue a retomar la conversación con el científico, pero se detuvo al notar que la mano de Lawrence se había posado en su brazo derecho.
—Y no piensas hacer nada, ¿verdad?
Oppenheimer miró a Lawrence por encima del hombro.
—Ernest, ya sabes que no tenemos otra alternativa.
—¿No tenemos otra alternativa? ¿No hay alternativa a matar a cien mil, doscientos mil inocentes?
Previendo que la conversación podría ser larga, se volteó y miró a Lawrence a la cara.
—No.
—¡Demonios, Robert! —gritó—. ¡Podemos lanzarla en cualquier campo deshabitado!
—Y jamás conoceremos las consecuencias —dijo elevando el tono, mientras agitaba sus brazos. A continuación añadió—: Tarde o temprano otros países también tendrán la bomba. Si sufrimos un ataque necesitamos conocer de antemano sus secuelas.
Lawrence lo miró con detenimiento y asintió con ironía.
—Mira, Robert. El General Groves cree que, detonando la bomba en un descampado, los japoneses llevarían allí a todos sus prisioneros de guerra. ¿Y sabes qué? Me parece una estupidez absoluta, pero al menos no tiene la intención de usar a los japoneses como ratas de laboratorio.
Oppenheimer guardó silencio por un instante, durante el cual encendió la pipa. Dio un par de caladas lentas y dijo:
—Vamos a dejar las cosas claras, y procura no interrumpirme. Ahora mismo tienes dos opciones, que son las mismas que he tenido yo: puedes creerte todo lo que te digan los militares o puedes convencerte de una maldita vez de que esas ratas han estado mintiendo todo el tiempo. Por supuesto, en ambos casos vas a tener que salvar tu culo, como he hecho yo. Esa gente está absolutamente decidida a detonar la bomba sobre la población civil, y ya te digo yo que cualquier intento por boicotearlo supondrá, como mínimo, un Consejo de Guerra. Así que, o estás de acuerdo, o estás de acuerdo. No hay otra.
»Eso significa que, ya que la bomba va a ser detonada, sería un desperdicio perder la oportunidad de investigar las consecuencias biológicas de la explosión. Somos científicos, ¿no? ¿Qué hace un científico, si no es investigar? Escribir cartas para intentar subvertir la voluntad de las Fuerzas Armadas en tiempos de guerra está muy lejos del cometido de un científico.
Oppenheimer echó a andar, esquivó a Lawrence fingiendo que le daba un codazo y abrió la puerta. Justo antes de abandonar la estancia se volteó y volvió a hablar:
—Por cierto. Hablando de cartas: quiero que sepas que yo no busco tener la conciencia tranquila cuando termine el Proyecto, sino cuando me muera. Solo entonces podré mirar atrás y sabré que hice lo correcto.
Lawrence permaneció en silencio por un instante. Su habitual gesto inerte se había convertido en una mueca amarga y sus ojos se habían achinado, como si eso le diera más acritud a su siguiente reproche:
—¿En qué te has convertido, Robert? —dijo, negando con la cabeza.
Oppenheimer no contestó. Esbozó una sonrisa como respuesta y salió del laboratorio.
***
A pesar de las gafas protectoras, Robert desvió la mirada y cerró los ojos cuando el resplandor invadió todo su campo visual, pero se forzó a mirar de nuevo. Se asombró al comprobar que las montañas circundantes se habían iluminado más que por el día durante unos segundos. A continuación el brillo se fundió sobre el fondo, ahora nocturno por el contraste lumínico, y un hongo de fuego se empezó a abrir paso hacia el cielo, en cuyo sombrero las nubes parecían brotar y reintegrarse en el estipe de forma indefinida, como si fuera una fuente de polvo ardiente.
Un silencio sepulcral invadió la trinchera, hasta el punto de que ni siquiera podía escuchar su respiración ni la de sus compañeros. Por un instante se sintió incluso ingrávido y fue entonces cuando un trueno impactó en sus oídos, acompañado de una turbonada que hizo volar varios sombreros, incluido el suyo.
En ese momento rompió a reír nerviosamente, haciendo un esfuerzo considerable por mantener la boca cerrada para evitar que el polvo arrastrado por la onda expansiva entrara en su boca.
Sus compañeros de trinchera se agazaparon, pero él se mantuvo erguido, con las manos en los oídos, observando aquella nube que alcanzaba ya varios kilómetros de alto. De pronto vino a su mente un verso del Bhagavad-gītā hindú: «Si el esplendor de un millar de soles brillasen al unísono en el cielo, sería como el esplendor de la creación…». Su cara esbozó una sonrisa mientras recibía los últimos impactos de miles de granos de arena desértica.
Con el aire ya en calma se destapó los oídos. De pronto escuchó un lamento. Miró a su alrededor, pero todos los demás asistentes charlaban animadamente entre sí. Escuchó más lamentos, uno detrás de otro, casi seguidos. Podía distinguir voces de hombres, de mujeres y de niños, y entonces se dio cuenta de que provenían del lugar de la explosión. De inmediato, otro verso del Bhagavad-gītā invadió su cabeza: «Ahora me he convertido en La Muerte, Destructora de Mundos».
Se miró las manos y las descubrió llenas de sangre. Por impulso se las frotó contra la ropa, pero no dejaron ninguna mancha. La sangre seguía adherida a su piel. Y no se iba.
Unos minutos después, y con el hongo, teñido de colores entre ceniza y antracita, erigido en el horizonte, Oppenheimer vio a Lawrence acercarse. Pensó que iba a pasar de largo, pero, para su disgusto, se detuvo a hablar con él.
—Robert, ya tenemos lo que necesitábamos. La bomba funciona. Hemos grabado la explosión y podemos difundirlo cuando queramos. No hace falta lanzar la bomba sobre la población civil.
—¿Otra vez con eso, Edward? Sabes perfectamente que eso no depende de mí.
—Pero, al menos, puedes firmar la carta. ¡Que eres el puto Oppenheimer! ¡Si a alguien harían caso es a ti! Vente a mi oficina y discutimos si quieres que cambiemos alguna frase.
—Olvídalo. No voy a firmar nada —contestó mientras agitaba su mano de forma desdeñosa.
Lawrence bufó ruidosamente y puso los brazos en jarra.
—¡No puedo creerme que seas tan terco!
Oppenheimer se puso de perfil y volvió a mirar hacia el hongo.
—Y yo no puedo creerme que estés dispuesto a que todo este esfuerzo que hemos realizado vaya a quedar en nada.
—¿En nada? ¿Tú has visto lo mismo que todos los demás? —protestó Lawrence señalando la nube radiactiva.
Oppenheimer se había girado de nuevo y observaba a Lawrence en silencio, pero su mirada estaba en una dimensión desconocida. En sus ojos, abiertos como platos, se podía ver que sus pupilas estaban ligeramente dilatadas y emitían un brillo vidrioso.
Lawrence chascó la lengua, dejó caer los brazos y lo miró con el ceño fruncido y la mandíbula llena de tensión.
—Esa mirada. Esa mirada no es tuya. Tú ya no eres Robert —dijo, con amargura, antes de irse.
Oppenheimer tragó saliva y se miró de nuevo las manos. Ya no había sangre. Ahora las palmas eran de un color blanco inmaculado, casi brillante, hasta el punto de que tuvo que entornar los ojos para no sentirse deslumbrado.
«Cierto, ya no soy Robert», contestó para sus adentros, «ahora soy el Destructor de Mundos.»