La soledad del mar

La soledad está infravalorada. A lo largo del tiempo he elaborado una teoría sobre la soledad que espero poder difundir a la humanidad algún día, aunque la compañía sea lo más pernicioso que haya para el ser humano. Creo haber contado más de doscientos mil amaneceres, y no exagero, desde que naufragó nuestro barco. Nunca aprendí a calcular cuántos años ―o siglos― supone eso, pero deben ser muchos. Muchísimos.

Nunca me caractericé por ser alguien muy sociable. En realidad nadie a mi alrededor lo era. Nos criamos en aquel barco, y en aquel barco nos forjamos como adultos. Sólo sabíamos obedecer las órdenes del capitán. Primero, Olstein; y después de morir devorado por los tiburones, Hillspring.

Qué habrá sido de ellos.

Ahora el mar está algo movido, por suerte. Estoy tan acostumbrado al escarceo de las olas que, cuando está en calma, me mareo. Ayer fue horrible. El mar era un plato y yo era un andrajo blanco botado en el suelo de la balsa. Ahora tengo mejor color. Me gusta esta combinación de piel tostada y pelo rubio y quemado por la sal.

Recuerdo el terrible mareo y las arcadas. No tener nada en el estómago no sirve de mucho si las náuseas son violentas, y las de ayer lo eran. En verdad debo llevar como siete meses sin comer. Por suerte, en soledad no siento hambre, pero cuando algún animal me visita me empiezan todos los achaques, y no sólo los estomacales.

Aquel último banquete fueron tres boquerones que se dejó un pingüino algo desnortado. Me intentó dar un poco de conversación, pero se marchó cuando mi única respuesta fue un chillido provocado por un pinzamiento en la columna; cosas de la edad, me dije para engañarme. Mientras se alejaba remitieron el dolor y el hambre. El primer boquerón entró rápido por el gaznate, el segundo me sació y el tercero me lo comí de puro vicio. Sí, claro: como buen humano no puedo escapar a la gula.

Ni a la lujuria, tampoco, aunque eso me ha ocasionado alguna que otra mala experiencia. La peor ocurrió hará no sé cuántos días, tal vez diez mil, tal vez veinte mil. Me crucé con una sirena, y yo estaba más lozano y los achaques me respetaban algo más. La sirena era guapa, guapísima, y estaba muy pechugona, para qué negarlo. Fue la única noche desde el naufragio que dormí acurrucado a alguien. Y, como nos pasa a los hombres, el amanecer me despertó por partida doble, pero las gónadas de aquella sirena estaban llenas de escamas lacerantes y la eché al mar tan pronto empecé a sangrar. Las heridas tardaron unos doce días en curarse.

Hillspring… Qué habrá sido del joven capitán.

Era como un padre para mí, aunque fuera más joven que yo. Cuando eres grumete, lo eres para siempre, y siempre mirarás al capitán como tu padre, aunque tú pudieras ser su abuelo. Es la ley del mar.

El capitán Hillspring escogió el peor día posible para abordar la Santa María. Estábamos bien informados de los planes del Reino de Castilla para alcanzar Las Indias, e íbamos a hacernos con aquella nao poderosa, pero una inoportuna tormenta se topó en nuestro camino. Todos los marineros nos habíamos reunido, debatimos y acordamos en asamblea que aquella era una aventura imposible con las condiciones climáticas reinantes, pero nadie se atrevió a decírselo a Hillspring por miedo a contradecirlo.

Qué habrá sido de ellos…

Je… El cascarrabias de Hillspring, que intentaba irritarme diciéndome que era un inútil con las manualidades, se habría sorprendido al ver que la balsa ha aguantado hasta hoy. La construí con aquellas tablas del casco del barco y unas sogas improvisadas con intestinos de algunos compañeros que acabaron devorados por tiburones. Y la vela la obtuve de… ¿Qué es esa mancha en la tela? Ah, debe ser el regalo escatológico que me obsequió aquella gaviota parlanchina.

Odio a las gaviotas. Son confianzudas y desconfiadas a la vez. Estaba empeñada en que le contestara cuándo había empezado a hablar con los animales, y al explicarle que había sido algo espontaneo insistía en que le dijera la verdad. Se marchó cuando un crujido en la cadera me hizo caer al suelo de la balsa, no sin antes dejarme ese ave del infierno su asqueroso sello de visita.

¿Por dónde iba? Ah, sí; por la soledad. La soledad me mantiene vigoroso, y la compañía hace que me vuelvan el hambre y los dolores articulares. ¿Por qué? Lo desconozco, pero si ha ocurrido durante más de doscientos mil días supongo que no será por casualidad.

A veces veo barcos de aspecto robusto surcar el horizonte y me pregunto si son producto de mi imaginación o resultado de la evolución de la humanidad. Y, si la base de la civilización es la relación social entre personas, me pregunto cuántas vidas se habrán consumido en todo este tiempo en nombre de la compañía y la socialización. Cuántas personas habrán trabado amistad para asegurarse una muerte feliz cuando pueden garantizarse la vida eterna en una balsa que flota de forma precaria en mitad del océano.

Pobres infelices.

Ahí cruza el cielo otra de esas aves que dejan estelas blancas a su paso. Supongo que siempre tendré la duda de por qué empezaron a aparecer de un tiempo a esta parte.