Amanda en la ventana

Desde aquella ventana, Amanda veía el mundo bambolearse a izquierda y derecha sin que ella pudiera hacer nada por evitarlo. Los pájaros volaban de forma errática, como si a su vuelo le acompañara un extraño vaivén que los hiciera retroceder y avanzar sin variar ni un milímetro el gesto de sus alas. Los árboles bailaban al unísono, siguiendo el ritmo de una melodía que ella no lograba escuchar. Las montañas que surgían en el horizonte se mecían; parecía que intentaran dormir a los poblados que albergaban en sus colinas, que no obstante siempre dejaban alguna luz encendida. Su vida se resumía en aquella estampa: una ventana y un mundo que escarceaba a través de ella.

Amanda estaba tan intrigada por aquel extraño vaivén que en una ocasión accedió a relacionarse con un hombre sólo por ver si él también se inclinaba a un lado y a otro. Pero no, el hombre se erguía hasta casi los dos metros de alto sin apenas combarse. De su experiencia con aquel hombre concluyó que las personas más altas debían tener peor carácter, a juzgar por la última conversación que mantuvieron:

―¿Estás loca? Lo que se mueve es tu casa. ¡Vives en una casa flotante!

Aquello fue suficiente para Amanda. Entre amar a aquel ser descortés e insolente y seguir viendo el mundo mecer sus formas eligió lo segundo. Nunca más volvería a ser infiel a aquel mundo que bailaba para ella.