Nicolás agachó la cabeza y miró al césped. Una lágrima se escapó de su ojo, lo que abrió paso a un torrente de tristeza. Alguien le puso la mano en el hombro y reparó en que le había llegado su turno. Con las pocas fuerzas que deja el desánimo agarró la pala, la hincó en la tierra con una mezcla de rabia y abatimiento y lanzó una corta palada sobre la fosa.
El gesto protocolario no redujo su dolor. Sí cortó su llanto, aunque no por mucho tiempo. Ni su lugar en primera fila del multitudinario funeral ni las cámaras de televisión redujeron su flujo lagrimal, que había arreciado al pensar que de un momento a otro tendría que dar una segunda palada.
Entonces llegó él.Seguir leyendo «El candidato»