La eterna estudiosa

A Jazmina le gustaba estudiar. Es más, le chiflaba. No había rato libre que no dedicara a ojear sus apuntes, a elaborar esquemas o a memorizar conceptos. Y en la cena recitaba lo que había estudiado. Lo hacía sonriente, con la ilusión de un niño cuando descubre que debajo de cada piedra hay un mundo lleno de vida.

Umberto escuchaba la perorata de su mujer sin musitar palabra. Sabía que la hora de la cena era el momento en que ella compartía los conocimientos que acababa de aprehender. Pero él no se esforzaba ni en disimular un mínimo de interés por lo que ella le transmitía.

Eran incontables las veces que le había reprochado su afán por los apuntes. Cada vez que él planeaba un plan romántico, o acaso una simple escapada para huir de la rutina, se la encontraba zambullida en los libros. Jazmina, desde su piscina de conocimientos, siempre hacía un gesto pidiendo unos segundos, los justos para terminar el renglón, pero aquellos segundos se convertían en horas y cuando ella daba por acabado el estudio, él ya estaba durmiendo.

Un día, al salir del trabajo, Umberto varió el trayecto a casa por alguna casualidad que aún no logra comprender. Al pasar junto a una librería que no conocía vio expuesto un manual que Jazmina llevaba tiempo buscando. Frente al escaparate discutió consigo mismo hasta que su yo pasional venció a su orgullo y corrió a comprar el libro. Al llegar a casa extrajo el manual, envuelto en un papel de regalo brillante y se acercó al cuarto de estudio.

―Jazmina, tengo una sorpresa para ti.

Ella no se inmutó. Era lo habitual cuando estudiaba, pero esta vez la quietud duró demasiado tiempo. Umberto la llamó varias veces; luego la zarandeó con dulzura y no tuvo respuesta. De forma instintiva le tomó el pulso. El libro se le resbaló de las manos, él cayó de rodillas y rompió a llorar.

No tardó mucho en caer en la cuenta de que su vida sin Jazmina no sería muy diferente de lo que había sido vivir con ella, pero no soportaba la idea de perderla de vista. Ya se había acostumbrado a verla estudiando en aquel cuarto, como si el tiempo se hubiera detenido, mientras él avanzaba a lo largo de la vida. Por ello ordenó embalsamar a su mujer en su eterna pose de estudio, con el nuevo libro abierto en la mesa.

La espera

Contra el criterio de su marido, Avril decidió permanecer en el muelle, esperándolo. No entendía la cerrazón de su esposo Phillipe, que quería que volviera a casa y aguardara allí su regreso. Pronto la mirada triste de Avril se volvió felina. Se recostó en un banco y comenzó a mirar con descaro a los jóvenes marineros que rondaban el muelle.

Phillipe, desde la cubierta del barco, observaba a su mujer. Creyó, desdichado, que se había bajado de la baranda para regresar al hogar, pero pronto se dio cuenta de que algo andaba mal cuando vio todos aquellos hombres acercarse al lugar donde ella estaba asomada hacía un momento. Ni por un instante temió que Avril hubiera sufrido un vahído.

Ya eran demasiadas las veces que esa arpía había jugado con su inocencia. Lamentó no saber nadar para regresar a tierra firme y darle su merecido. Pero no; no habría sido buena idea: con sus artes seductoras probablemente lo habría convencido una vez más para que se sumara a la bacanal.

Phillipe suspiró. ¿Para qué luchar, si mientras él estaba en tierra la tenía siempre en sus brazos y cuando zarpaba ella alcanzaba sus máximas aspiraciones? Como si de un remedio magistral se tratara borró a Avril de su mente y se dirigió a los aposentos del capitán en busca de consuelo.

Tras el ocaso siempre viene otro amanecer

Un médico no deja de serlo nunca. Ni siquiera en el sepelio de su padre. Da igual que la vista se empañe, que los chistes se vistan de negro, que el hambre se llene de amargura.

No, un médico no deja de serlo nunca. Por eso, cuando oí los gritos desgarradores y se abrió la cascada bajo el vientre de aquella mujer corrí hacia ella, me arrodillé y tomé entre mis manos aquella cabeza que iluminó el pasillo del tanatorio. En ese momento me di cuenta de que tras el ocaso siempre viene otro amanecer.