Ha sido noche todos estos días,
tanto que nuestros ojos
calmaban su sed con el ralo brillo
de las estrellas que abrigan el cielo.
Y hoy, en medio de ruidos herrumbrosos
y golpes secos de metal con metal,
en medio de tirones, empujones
y clacs de grilletes liberados,
el camino de piedras pulidas
que sudan humedades y mohos
se vuelve un laberinto que nos arrastra
de la celda a la vida y de la vida a la celda
sin que podamos adivinar
en qué lugar del mapa estamos.
Los recovecos chistan, invitándonos
a protegernos en sus pliegues.
Los acantilados anuncian un viaje
con destino a la libertad inmediata.
Y al fondo, tras el camino más largo
y con la rectitud más sinuosa,
se asoma un tenue rayo de sol
que quema las pupilas,
que ahuyenta los colmillos
de quienes hemos aprendido a vivir
en oscuridad.
Pero seguimos avanzando,
quizás empujados por la estampida
quizá atoados por el cielo despejado.
Las baldosas se intercalan
con adoquines mullidos
que tienen ojos, uñas, vísceras
y un brillo escarlata alrededor.
Saldremos y nos acostumbraremos
de nuevo al sol de medianoche
pero nuestros zapatos siempre emanarán
el olor a hierro de la sangre fresca.