La cálida brisa del desierto

Ojalá no estuviera basado en hechos reales.

Como cualquier otro día, aquel 21 de febrero de 1987 el desierto de Atacama era testigo de cómo el sol había ido desapareciendo del cielo. Dejaba en su lugar un rastro entre naranja y rosado que parecía brotar de Calama, la ciudad que se escondía tras aquella montaña de color arena. Martina contemplaba con el mismo embelesamiento de siempre aquella paleta de colores mientras esperaba apoyada en el capó de su Renault 4. Una brisa aún tibia le acariciaba la cara y jugaba con su pelo corto y negro carbón, como queriendo recordar la capacidad del desierto de Atacama para conservar el calor del día durante unas horas más.

De pronto una nube de arena la abrazó desde la espalda y una consecución de ruidos mecánicos la trajo de vuelta de aquel embelesamiento. Notaba la vieja Renoleta temblar bajo sus glúteos al son de las palas excavadoras que horadaban el suelo. Se viró y volvió a ver aquellas máquinas apuñalando la tierra que una vez fue su propio puñal, y recordó entonces a su hija, Amanda, jugando en la tierra apenas cuatro años antes.

Era una tarde similar a aquélla, calurosa hasta incluso después de la puesta de sol. Martina estaba a pocos cientos de metros de allí, también apoyada en el capó del coche, mientras esperaba a las puertas de la mina de Chuquicamata a que saliera Felipe, su marido, cubierto de tierra y polvos metálicos. Para que la espera no aburriera a su hija siempre la dejaba jugar en las inmediaciones; al principio se entretenía con un par de piedras o alguna rama seca, pero desde que había visto aquel documental de paleontología se había empecinado en buscar dinosaurios.

La pequeña Amanda había empezado a cavar en la arena con sus manos desnudas a los cinco años, y a los seis ya se llevaba un set completo de playa formado por pala, rastrillo y un cubo que usaba para portar los objetos que iba encontrando y que Martina acababa tirando a la basura cuando encontraba oportunidad.

Aquel día Amanda corrió hasta su madre y le enseñó su último descubrimiento: una pieza calcárea, de unos catorce centímetros de longitud, estrecha, plana en uno de sus extremos y con una forma que recordaba a una S.

—¡Un hueso de dinosaurio, mami! ¡He encontrado un hueso de dinosaurio!

Martina disfrutó brevemente viendo aquellos ojos verdes iluminados y aquellas pecas atrapadas entre arrugas de felicidad ante tamaño descubrimiento, hasta que su vista se posó en el objeto y sintió un escalofrío de repulsión.

—Bien —contestó Martina con displicencia nada disimulada.

Al día siguiente aquella pieza de color blanquecino había acabado en el cubo de la basura pero, por alguna extraña razón, Martina había vuelto sobre sus pasos y la había rescatado. La sospecha la hizo llevar aquel objeto a su médico para averiguar su verdadera naturaleza. Tres horas después Martina yacía tumbada en la camilla, inconsciente, bajo la supervisión del facultativo; se había desmayado al enterarse de que aquel hueso era una clavícula humana.

Aún se vislumbraba un tenue resplandor anaranjado en el cielo cuando el capataz gesticuló un «basta» con los brazos. Los ruidos mecánicos cesaron y las palas parecieron descansar sobre sus pesos. Aquello hizo a Martina fruncir el ceño. Se irguió y emprendió camino hasta alcanzar al capataz.

—¿Por qué ha detenido las máquinas?
—No parece que vayamos a encontrar nada —explicó, enjugándose el sudor con un pañuelo.
—¡No puede ser! —Miró doscientos grados a la redonda—. Aún queda mucho desierto por revisar.

El capataz torció la boca, suspiró y la miró con lástima.

—No crea que me duele menos que a usted detener la búsqueda, pero hace ya semanas que se acabó el crédito. Mis muchachos están trabajando de gratis.

En ese momento un hombre trajeado, que formaba parte del equipo de abogados que colaboraba con Martina, se acercó a los dos. Ella protestó por lo que había dicho el capataz y el abogado la corrigió:

—Siento decirte que tiene razón. Además, aunque me duela decirlo: no podemos remover todo el desierto.
—¿Por qué? —insistió ella.

Aquella pregunta murió en el silencio de aquella llanura. Los dos hombres se miraron sin saber qué decir. Acto seguido el capataz se dio la vuelta y ordenó a sus hombres dejar las máquinas listas para retirarlas a la mañana siguiente y el abogado tomó a Martina por los hombros y la acercó a su coche.

En ese momento se escuchó un helicóptero venir a lo lejos. El sonido del rotor estremeció a Martina. El abogado sintió el cuerpo de ella convertirse en un amasijo de nervios y temblores y la comprimió en un abrazo. Cuando la aeronave se hubo alejado, y sólo cuando notó a Martina recompuesta, dejó de abrazarla.

—¿Por qué no podemos continuar? —volvió a preguntar ella.
—Porque quizás no estén aquí —se atrevió a contestar, al fin, su abogado.

Aquella afirmación era la misma que Martina se había negado a sí misma una y otra vez, y escucharla por fin de boca de otra persona le estrujó el corazón con la misma fuerza con la que se lo había estrujado el descubrir aquel hueso encontrado por Amanda. Tanto esfuerzo, tantos meses dedicados en exclusiva a aquella tarea sorteando las acciones de la inteligencia chilena para, finalmente, abandonar la tarea con apenas dos costillas y un cúbito hallados, todos de distintas personas.

No. No quería aceptarlo.

Después de recobrar el conocimiento en la consulta del médico había tomado la decisión que cambiaría su vida para siempre: abandonaría su puesto en la frutería del barrio y dedicaría las mañanas a frecuentar las oficinas municipales hasta hallar una respuesta. Cuando recibió el tercer portazo optó por dirigirse a las instituciones regionales, pero un periodista local se cruzó en su camino y ello la salvó de ser arrestada por los cuerpos de seguridad de la dictadura. El reportero le sacudió la ingenuidad y comenzó a reunirse con ella en la clandestinidad de su vivienda.

Desde aquel momento aquella casa, antaño tranquila, se había convertido en un trasiego de gente: vecinos, activistas, periodistas… todos acudían con sigilo, siempre portando algún ramo de flores o alguna bandeja de dulces para aparentar que allí se celebraba una fiesta o se conmemoraba algo. La repentina enfermedad de Felipe, aquejado de silicosis, sirvió de excusa en las no pocas ocasiones que la policía llamó a la puerta indagando por lo que allí parecía estar gestándose.

Fue tal su compromiso con aquellos asociados cada vez más numerosos que cuando quiso acordarse de su marido ya se encontraba agonizante. La silicosis había dado paso a un cáncer fulminante que fue detectado cuando le salió un bulto bajo las amígdalas, señal de que ya sólo quedaba esperar el óbito. Se culpó a sí misma por no acompañarlo durante el blanqueado de su pelo rubio y el debilitamiento de sus músculos y por dejarlo morir lentamente en soledad mientras ella se dedicaba a desentrañar un misterio imposible de escrutar.

Tras el fallecimiento de Felipe, un año más tarde, a punto estuvo de abandonar aquella empresa si no hubiera sido por Víctor, el médico que vivía en la casa contigua, que a partir de ese momento se ofreció a copresidir aquellas reuniones. Con el paso del tiempo Martina descubriría que la participación de Víctor no sería desinteresada.

Un día descubrieron con amarga alegría que aquella casa se estaba quedando pequeña y, con fondos aportados por los partícipes, alquilaron un local para fundar un club de lectura que usarían como tapadera. El falso club fue también auscultado por los agentes de la autoridad, pero en toda inspección descubrían a los lectores sentados en gran círculo debatiendo sobre algún libro que todos tenían en sus manos. Por aquel entonces Martina había enviado a Amanda, que tenía siete años, a vivir con su abuela paterna. No quería que su hija se criara sin padres, como ya le había ocurrido a ella.

Definitivamente, la vida de Martina había cambiado por completo. Despojada de su marido y alejada voluntariamente de su hija, su vida se centró en coordinar esfuerzos para escrutar las leyes en busca de algún resquicio que les permitiera defenderse ante la Comunidad Internacional de cualquier injerencia de la dictadura y captar los fondos necesarios para completar la excavación que un día, en su inocencia, empezara Amanda.

Dos meses más tarde de aquel día aciago en el que Martina vio las excavadoras retirarse del desierto se encontró, abrazada por Víctor, al pie de otra excavación de mayor tamaño. Desconocía que su asociación clandestina no era la única, y cuando supo de aquella otra iniciativa ambos se lanzaron a colaborar y animaron a sus asociados a hacer lo mismo.

Víctor y Martina tragaban polvo por toneladas, pero por dentro se sentían purificados al ver centenares de restos óseos salir de aquel arenal, junto con zapatos que habían estado de moda en la década anterior y un recorte de periódico fechado en 1973. Era una alegría amarga, un triunfo devastador.

Aquella excavación había durado casi tanto como la otra, pero había abierto el doble de agujeros y, esta vez sí, había conseguido desenterrar catorce caderas humanas, costillares varios y algún esqueleto casi entero. Martina se estremeció de pronto ante el sonido de las aspas de un helicóptero que apareció en escena, y descubrió que a Víctor le había ocurrido lo mismo. La sensación de desprotección les impulsó a abrazarse de forma instintiva mientras observaban, con incredulidad, cómo el helicóptero se posaba a pocos metros de allí y descendía un militar uniformado. En un alarde de falsa humanidad un general enviado por el Gobierno había hecho acto de presencia para ordenar la custodia de los esqueletos, que serían entregados un año más tarde alegando motivos sanitarios.

—¡Un año! —protestó Martina, aún estremecida.
—Bueno, llevás ya catorce años esperando. Un año más no les hará daño —contestó con sorna.

La conversación concluyó con Víctor arrestado por romper la mandíbula del militar. Su puesta en libertad un año después fue fruto de la intermediación de la oposición, que puso aquella condición, entre muchas otras, para aceptar el proceso democratizador auspiciado por el dictador Augusto Pinochet.

Aquella liberación vino acompañada de otra buena noticia: a Víctor lo llevaron de la cárcel directamente al laboratorio forense para entregarle el resultado del reconocimiento de los esqueletos. Allí pudo ver por última vez a su padre, el maestro Lucas Pagani, convertido en un montón de huesos. Junto a él habían sido identificados otros quince esqueletos incompletos, todos ellos hallados enterrados en aquella fosa.

Víctor y Martina, que estaban acompañados por Amanda, a la que su madre había ido a buscar a casa de su abuela unos días atrás, experimentaron alivio, aunque Martina no pudo evitar la desazón de saber que su progenitor, el sindicalista Gustavo Pérez, seguía en paradero desconocido. Alguien había sugerido que eso le abría la puerta a iniciar un pleito contra los militares de la caravana de la muerte por secuestro en lugar de por asesinato, pero ella se conformaba con darle sepultura de forma civilizada.

Los tres salieron del instituto forense, situado en pleno centro de Santiago de Chile, y decidieron pasear por La Alameda hasta llegar a la plaza de la Constitución.

—¿Qué pájaro es ése? —preguntó Víctor a Amanda.
—¡Un gorrión, papi! —contestó mientras se acercaba con sigilo para observarlo con detenimiento.

Aquella respuesta hizo a Martina dar un respingo.

—Te ha llamado «papi» —susurró sin disimular su emoción.

Víctor asintió henchido de alegría. En ese momento Amanda se separó un poco de ellos y se dedicó a observar a otros gorriones, fingiendo no estar prestando atención a lo que hacían su madre y Víctor. Ellos, a su vez, permanecieron mirando la estructura remodelada de la plaza, con los nuevos jardines, y el Palacio de la Moneda alzándose al fondo.

—Los mismos que destruyeron este lugar se han encargado de adecentarlo —comentó Martina—. No les bastaba con usar su fuerza para destruir a todo un Pueblo; también tuvieron que usarla para eliminar el rastro de su destrucción.
—Pero no siempre lo lograron —concluyó el dándole un beso en los labios.

Repararon en el kiosko que estaba a dos pasos de ellos. Allí, un periódico, con su titular a cinco columnas, anunciaba en letras mayúsculas la confesión de un sargento: «Nos obligaron a desenterrarlos y arrojarlos al mar». Aquello no pasó inadvertido para Martina y Víctor.

—Ya sabemos dónde está —dijeron ambos al unísono mientras veían aquella portada histórica.

Los años de búsqueda, lucha y fracaso afloraron en aquel instante y ambos rompieron a llorar. De pronto el rotor de un helicóptero sonó a lo lejos y ambos volvieron a estremecerse.

—Éste será el recuerdo que nos quede —se lamentó ella.

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