Desastre natural

Qué otra forma hay de quererte
que crear con un chasquido
un relámpago que inflame
tus pinares más ocultos.

Qué otra forma hay de abrazarte
que no acabe removiendo
todo el magma en tus entrañas
hasta que el volcán explote.

Qué otra forma hay de dormirme
abrigado en tus infiernos
que apagar tu sol de un soplo
y encender todas tus noches.

Qué otra forma hay de alentarte
sin que arrecie la tormenta
que convierte en un oasis
los desiertos de tu cuerpo.

Qué otra forma hay de enfrentarnos
al futuro amenazante
entre tantos terremotos
que derruyen tus abismos.

Qué otra forma hay de extendernos
más allá del infinito
que construyendo huracanes
que sacudan tu hojarasca.

Qué otra forma hay de aceptarnos
como somos sin reproches
que inundarnos con las olas
que esculpen nuestros mares

Huyendo hacia el miedo

Ha sido noche todos estos días,
tanto que nuestros ojos
calmaban su sed con el ralo brillo
de las estrellas que abrigan el cielo.
Y hoy, en medio de ruidos herrumbrosos
y golpes secos de metal con metal,
en medio de tirones, empujones
y clacs de grilletes liberados,
el camino de piedras pulidas
que sudan humedades y mohos
se vuelve un laberinto que nos arrastra
de la celda a la vida y de la vida a la celda
sin que podamos adivinar
en qué lugar del mapa estamos.
Los recovecos chistan, invitándonos
a protegernos en sus pliegues.
Los acantilados anuncian un viaje
con destino a la libertad inmediata.
Y al fondo, tras el camino más largo
y con la rectitud más sinuosa,
se asoma un tenue rayo de sol
que quema las pupilas,
que ahuyenta los colmillos
de quienes hemos aprendido a vivir
en oscuridad.
Pero seguimos avanzando,
quizás empujados por la estampida
quizá atoados por el cielo despejado.
Las baldosas se intercalan
con adoquines mullidos
que tienen ojos, uñas, vísceras
y un brillo escarlata alrededor.
Saldremos y nos acostumbraremos
de nuevo al sol de medianoche
pero nuestros zapatos siempre emanarán
el olor a hierro de la sangre fresca.

Silencio

Ayer salí a la calle
y pude por fin escuchar el silencio.
Cantaban las hojas,
silbaba el aire,
sonreían los pájaros
y el agua volvía a brillar
calle abajo.
Era todo puro ruido,
sin embargo escuchaba el silencio
—nuestro silencio—
que disfruté los pocos segundos
que tardé en regresar.
Segundos que fueron un siglo
de paz infinita.

Confinamiento

Cerraron la puerta por dentro
y la ventana por fuera.
Dejaron afuera el aire
Y quedó adentro el hambre.
Fuera los pájaros trinan
y dentro la radio alarma.
Quedó afuera el ocio,
dentro quedó el hastío.
Dejaron fuera el calor y el frío
y aquí dentro la monotonía.
Dejaron fuera los instrumentos;
dentro, las partituras;
fuera, las canciones;
dentro, los aplausos.

El aire se acaba,
se agota,
se pudre,
bajo este techo que se desploma
un centímetro al día
sobre nuestras cabezas.

Aplausos

Vía de escape.
Reproche en voz baja.
Dragón que despierta
y su fuego se calla.
Rabia en los dientes,
llanto a distancia.
Muertos que buscan,
en vano, un adiós.
Enfermeros enfermos.
Médicos críticos.
Lumbres gritando.
Bomberos sin agua.
Serán inservibles
los aplausos de hoy
si no resuenan
mañana en las urnas.

Una historia enrevesada

El silencio se apoderó del rellano, la escalera y hasta de los locales del edificio. Sólo el olor a metralla dejaba claro que aquélla no era una mañana cualquiera.

—¿Qué ha ocurrido? —se atrevió a preguntar alguien al llegar a la quinta planta.

No hubo más respuesta que un dedo señalando la puerta, abierta a tiros, a lo que respondió con un grito ahogado. Un agente de policía se asomó desde el vestíbulo y miró con gravedad a los curiosos quienes, pese a las advertencias, habían permanecido allí. Finalmente el funcionario fue tajante:

—No abandonar el escenario del crimen es un delito de obstrucción.

Los presentes dieron un respingo y comenzaron a bajar por la escalera. Lo hicieron en silencio, como si hablar de lo que habían visto también fuera ilegal.

Cuando llegaron al segundo piso uno de ellos sacó sus llaves, que tintinearon con el temblor de su mano.

—Entrad. Prepararé tila para calmarnos.
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